La MAR LENTA de la vida
Una tarde de verano en que, por fin, el sol calentaba, un niño de unos diez años, inocente por su edad y valiente, a la vez, por su salida a las cuatro de la tarde, salía en busca de juego con una simple pelota en la escuela de al lado. Llegó velozmente a su destino y también llegaría a conocer a una muchacha de rizos morenos y de cara pálida, que preguntó al chaval si le podía dejar jugar con él al balón. Como ya he dicho, el protagonista era un poco ingenuo pero muy generoso y dejó a la chica divertirse con él.
Otros chicos asistieron al recinto, y al final, acabaron jugando los dos chiquillos. Eso sí, ellos compartían y vivían aquellos momentos con mucha soledad. Él venía de viaje y era el último día en que se hospedaba en la casa de su convaleciente abuela.
Los dos pequeños se sentaron en un banco y el monte se convirtió en el fondo de aquel silencioso ambiente, hasta que ella habló con él de su familia y sus primos que vivían en zonas lejanas. Su amigo le encantaba hablar con una persona así. Eran maduros y compenetraban en las conversaciones. Decidieron mandarse cartas y para ello, dieron sus direcciones y reanudaron la conversación de sus familias. De pronto, los padres de la chica llamaron a su hija para que volviera a casa. Pero ella les dijo que se esperaran y charló larga y tendidamente en aquella tarde tan melancólica como triste.
A su vuelta a casa, el muchacho mandó cartas a su amiga y ella a él, durante un año. Decidieron llamarse a los once años, pero sus conversaciones eran, en realidad, lacónicas.
Cinco años después, Íñigo cumplió dieciséis años y ella ya sumaba catorce. El joven adolescente no perdió las esperanzas y la llamó por teléfono. Sin embargo, sus llamadas eran cortadas en breves segundos por una tecla, o mejor dicho, la lejanía y el pasar de la vida. Íñigo perdió las esperanzas y escribió este breve relato.
Íñigo Ovejero "El Vate" 1/4/15 a las 0:05 h
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